Capítulo 1
Como cada mañana el bullicio reinaba
en las cocinas. Situadas en la parte este del castillo, en una planta casi
subterránea. Eran iluminadas únicamente por la precaria luz que entraba por
algún ventanal y las abundantes lámparas que plagaban la zona.
La cocinera y sus ayudantes desde
temprano cocinaban, freían, y limpiaban para tener todo dispuesto a la hora en
que a la familia de la casa, aun en sus camas, se le ocurriera levantarse. Cada
comida era un excéntrico festival de abundancia y manjares, de los cuales debía
de sobrar más de la mitad de lo cocinado.
Al contrario que el resto de mi
familia yo adoraba despertar temprano. Me encantaba contemplar el momento en
que la noche dejaba paso a la mañana. Unos instantes llenos de un color
especial y una energía renovada cuando el momento más oscuro de la noche
se dejaba rayar por el nuevo día. Después me gustaba aprovechar la mañana
dentro de mi habitación, haciendo ejercicio o revisando algún que otro libro
que sustraía cuidadosamente de la biblioteca que mi padre usaba como despacho
personal.
Aunque muchas noches no amanecía,
simplemente se me hacía imposible conciliar el sueño y tras muchas vueltas
entre las sabanas me resignaba a seguir intentándolo. Me levantaba y en un sofá deliberadamente colocado enfrente
de la ventana esperaba mi ansiado momento de renovación. Las marcas de
cansancio eran más que evidentes ya en mi rostro. Las sombras oscuras eran plenamente
perceptibles bajo mis oscuros ojos marrones; la pesadez y el entumecimiento de
mis músculos, a primera hora, era fácil de remediar con una taza de humeante té
y una carrera por los alrededores del la parcela.
Muchas veces, después de esperar al
sueño durante toda la noche mi ayudante de cámara, Alfred, me despertaba a primera hora en un incomodo escorzo en
el sofá de cara a la ventana; vestido únicamente con mi pantalón de pijama y
una fina manta.
En el fondo lo apreciaba, aunque
solo fuera por todo lo que el pobre hombre tenía que soportar de mí. Admito que
no soy fácil de complacer. Mis bromas, mis burlas por su comportamiento
estirado o por mis extrañas manías a la hora de vestir como por ejemplo, el
capricho de ropa interior no muy ajustada, una chaqueta de corte que no me
limite mucho el movimiento, los colores oscuros o demás demandas que se me iban
ocurriendo según pasaban los años. Exigencias absurdas que muchas veces el
único objetivo era el de desquiciar a mi “esclavo” como a mí me gustaba
llamarlo, a él y a todos los criados que trabajaban en la casa para esta
familia.
En mi cabeza no concebía la idea de
un hombre necesitase de otro para despertar, peinarse, vestirse o servirse la
comida. Lo que menos entendía era que lo hiciesen por la miseria de sueldo que
se les ofrecía. Unas cuantas libras como recompensa por ser los perritos falderos
de una clase social aristócrata venida a menos en los últimos siglos.
Mi padre no pensaba ni parecido a
mí. Si de él dependiera creo que incluso les azotaría con una fusta o los
ataría por los pies boca abajo si algo hacían mal. Me lo había demostrado en
incontables ocasiones en que de adolescente me negaba a que me tratasen como si
fuese un inútil, o a que me siguieran por todas partes. Al rato de protestar el
dolor recorría mi espina dorsal al recibir el castigo de mi progenitor. Él estaba
inmerso en el pasado, en la “grandeza” de nuestra familia y en lo que a los
títulos nobiliarios se refiere.
Decía y alardeaba que una gran
familia, noble y de renombre de hace siglos como la nuestra, debía mantener un
mínimo de carácter e imagen respecto a los demás apellidos.
Ahí estaba uno de los mayores
cánceres de la sociedad de principios del siglo XX, la desmesurada preocupación
por lo que las demás personas pensaban sobre uno mismo, los cuchicheos a no
regirse por la fina y elegante línea que la sociedad marcaba a fuego en la piel
de todos. La idea que tú tenías de lo que otros pensaban de ti, era mucho más
que suficiente para hacer lo que seguramente nunca harías si nadie mirase.
Y ahí radicaba mi mayor problema. Mi
padre no se conformaba con su excelente comportamiento si no que trataba de
imponer a mis hermanos y a mí dichos ejemplos, utilizando como argumento el
castigo físico si cualquiera de nosotros llegaba a torcerse en un punto a
seguir del manual del buen aristócrata.
Es en este aspecto en donde entraban
mis ansias de libertad, mis deseos de irme y ser otra persona con otro
apellido, una persona ajena a esa vida. Donde entraban. Pues esos anhelos
quedaron atrás cuando me resigne, y abandoné cualquier ilusión o deseo de
cambio. Me convencí de que todo seguiría igual mientras estuviera mi padre de
por medio manejando los hilos de todas nuestras vidas. En el fondo ardía en mí
la esperanza de que cuando él muriera, tuviera la oportunidad de vivir mi vida,
de seguir otro camino que el marcado. Tal vez una casa normal en la montaña, en
un pueblo pequeño. Sobre todo un camino en el que pudiera valerme por mi mismo
en las cosas más sencillas.
Pero a la vez que esta esperanza ardía
cada vez con más fuerza, crecía el temor de que en el momento en que nuestro
querido padre nos dejase, yo acabase siendo como él. Era una idea que me
asaltaba alguna vez. Me atormentaba la posibilidad de convertirme en un ser
hipócrita y superficial con copiosas cenas en salones de lujo, con invitados
distinguidos y ropa de gala.
Ese temor era infundado, en gran
parte, al ver a mi hermano mayor Gabriel. El mayor de los tres a sus veintiséis
años de edad, había pasado de ser un joven en los que sus únicos intereses eras las
muchachas del pueblo y sus “secretos” más íntimos a convertirse en la viva
imagen de nuestro amo y señor. Hasta el punto de rechazarme por completo y
ejercer de verdugo a la hora de castigarnos a mi hermana o a mí cuando mi padre
estaba demasiado ocupado para ensuciarse las manos.
No lo admitía pero me odiaba, lo
veía en la forma en que me reprochaba, la manera que tenía de mirarme cuando
nos cruzábamos por los pasillos, una mirada llena de desprecio. Hasta donde
logro recordar nunca nos hemos tratado especialmente bien. Desde pequeños
nuestras discusiones habían llegado a peleas en las que como un buen hermano
mayor, me terminaba haciendo llorar y correr a buscar a la niñera. Pero desde
hace unos cuantos años, ese odio mutuo era reprimido, solo salía relucir en
determinados momentos como miradas furtivas o comentarios punzantes. Me
consideraba poco más valioso que una rata.
En cambio mi hermana pequeña, Sarah,
llevaba la idea del libre pensar más allá de lo que yo jamás hubiese hecho. A
pesar de ello y de chocar con la manera de ver el mundo, no se llevaban en
absoluto mal. Compartían momentos íntimos y periodos de simpatía, en los que
trataba de incluirme con desastrosas consecuencias.
Normalmente y a espaldas de nuestros
padres, acudía con un grupo de más mujeres a exaltar y reivindicar sus derechos
como ciudadanas. A sus dieciocho años también era una gran entusiasta de la
política, algo que yo detestaba y criticaba abiertamente. ¿Mí argumento
favorito? El aburrimiento que me producía. Le encantaba rebatirme con programas
electorales bien memorizados. Ella soñaba con poder ver como sus ideas de una
sociedad mejor e igualitaria podían volverse reales. Amaba la forma en que la
política extendía su influencia hasta cubrir cada ámbito de la vida normal y
como todo ello radicaba en la decisión conjunta de un grupo de la población. Ansiaba
poder ser partícipe de este mundo.
Hacía mucho tiempo que yo dejé esas
ideas atrás. Me convencí de que una sola opinión era una insignificancia a
la hora de intentar cambiar el mundo. Ya no me preocupaba por las libertades ni
los derechos de nadie, ni la justicia impartida con respecto al patrimonio, ni
tan siquiera me planteaba la idea de que este mundo pudiese cambiar algún día.
Después de todas las reprimendas y castigos que recibí, guarde todas esas ideas
utópicas en lo más profundo de mí y deje que todo siguiera su camino. Descubrí
la manera de poder sobrevivir en esta sociedad. Solo bastaba no tener moral, ni
principios. Tan solo seguir las normas heredadas y hacer lo que se espera de
ti.
A mis veintitrés años, mis ideas y
comportamiento frente a las demás personas, eran lo mas semejante posible a mi
hermano y a mi padre.
Esa mañana me encontraba recostado
en el sofá como de costumbre. Miraba por la ventana mientras el sol iluminaba
los jardines, bebía del agua de la fuente y se erguía poco a poco por encima de
un pequeño templo de esbeltas columnas jónicas blancas, del que solo se conservaba poco
más de la fachada de estilo griego. El viejo santuario se encontraba justo en
el límite de los jardines con el bosque. La arboleda se extendía rodeando la
finca, como si una muralla separase al castillo del resto del mundo.
La luz entraba a raudales por el
ventanal, correteaba por la alfombra y subía por las pequeñas patas del mueble.
Los rayos acariciaban mi piel, jugueteaban en mi torso ahuyentando cualquier
huella que el frío de la noche hubiera podido dejar en mí. Aunque frágil, veía
mi reflejo en el vidrio. El cabello corto y oscuro despeinado que reflejaba la
luz celeste. Los ojos brillaban vivamente, dolía pero a la vez era realmente
agradable.
Solo me cubría el cuerpo un largo
pantalón de pijama, blanco y de franjas azules. En las últimas semanas había cogido
la costumbre de repeler la camisa. La encontraba incomoda y calurosa. Además,
me gustaba tenderme en el sofá y sentir el tacto de la tela recorriendo los
músculos de la espalda en un agradable y suave abrazo. Disfrutaba del calor del
sol paseando sobre mí, rozándome como una mano amiga, erizándome la piel y
trasladándome lejos de allí…
Me
aparté hacia el atrás el pelo que me caía sobre la frente. Como era la moda en
aquella época llevaba una pequeña perilla que me afanaba en recortar cada
mañana. Lancé un suspiro al oír los torpes e inconfundibles pasos de Alfred
avanzando por el pasillo hasta mi habitación. El día estaba por empezar. La
puerta se abrió con lentitud dejando paso a un hombre de mediana edad, a pesar
de yo no ser muy alto le sacaba media cabeza. Vestía el típico uniforme oscuro y
pajarita perfectamente planchado y limpio. Una prominente barriga que había
crecido con los años se adivinaba a través de su chaqueta.
-Buenos
días Lord Levi- odiaba esos tratos. -El desayuno está servido. Su padre os
espera a usted y a Lord Gabriel.
-¿Esperarme
para qué?
-¿Lo
ha olvidado señor? Hoy nos reuniamos con el Conde Spencer para ir a cazar. Su
padre lleva esperando este momento todo el mes.
-Mi
padre y su afán por condenar a criaturas inocentes. –cogí una camisa algo raída
y prescindí de mis pantalones de pijama cambiándolos por unos de vestir que
solía usar para hacer deporte. – ¿Qué pensarán cazar a sus años?
-No
lo sé señor. Su hermano se está preparando, bajará en breves momento al
comedor.
-Bueno,
entonces creo que hoy puedo privarme del desayuno. Bajaré a correr por el
bosque. Prepara un baño para cuando llegue. –Correr se había convertido en uno
de mis pasatiempos favoritos. Me despejaba la mente y me daba algo de fuerzas
después de no parar de dar vueltas durante la noche. Me distraía y era algo que
realmente necesitaba, evitaba que mi mente se despellejase viva.
-Pero
señor, su padre…-empezó a decir en un inútil intento de hacerme cambiar de
opinión, aunque sabia tan bien como yo que no daría resultado.
-¿Qué?
¿Se enfadará? Ya voy con ellos todo el fin de semana a cazar, que me dé un poco
de tiempo. No es mucho pedir.
-De
acuerdo señor, le informaré en cuanto halláis salido. –antes de que completara
con otra frase salí de la habitación y bajé por la escalinata escabulléndome
por las cocinas para que mi padre no me viera desde el comedor, ubicado en una estancia contigua a las escaleras principales. Antes de irme oí a Alfred
lanzar un indignado suspiro al observar el estropicio de habitación que se
encontraba ante él; la cama deshecha y las sabanas enrebujadas; los cojines
apilados al lado de la ventana formando una especie de barricada; los zapatos y
la ropa esparcidos por todo el cuarto. El pobre hombre estaría un rato
ocupado.
Al
salir, la fría brisa me recibió despejándome. El viento me movía el pelo a
medida que corría alejándome del imponente castillo de Moonrye. Alzaba sus torres
al cielo desafiando a las nubes a batirse en duelo, desafiando al mismo destino
que estaba por de cernirse sobre todos nosotros. Tejiéndose la tragedia, mi
propio despertar, mi libertad. El destino jugó sus cartas mucho antes de que
ninguno nos diéramos cuenta. No era consciente de que un solo movimiento en
falso y todo se precipitaría. Un solo error y todo se desataría, el tiempo solo
tenía que esperar el momento propicio y mi vida cambiaría hasta un punto que
jamás imaginé, un punto de no retorno.
Nada
me imaginaba en aquel momento. Me alejaba cada vez mas del castillo entre las
tres colinas, trotando por el camino de piedras y arena, esparciendo unas y
otras a cada zancada, lanzando humeantes bocanadas de aire que al contacto con
el frío otoñal, se dejaban ver como un alma ardiente escondida en un cuerpo
ignorante.
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