domingo, 24 de enero de 2016

Primer capitulo de la novela (se agradecen comentarios)

Capítulo 1


            Como cada mañana el bullicio reinaba en las cocinas. Situadas en la parte este del castillo, en una planta casi subterránea. Eran iluminadas únicamente por la precaria luz que entraba por algún ventanal y las abundantes lámparas que plagaban la zona.
            La cocinera y sus ayudantes desde temprano cocinaban, freían, y limpiaban para tener todo dispuesto a la hora en que a la familia de la casa, aun en sus camas, se le ocurriera levantarse. Cada comida era un excéntrico festival de abundancia y manjares, de los cuales debía de sobrar más de la mitad de lo cocinado.
         Al contrario que el resto de mi familia yo adoraba despertar temprano. Me encantaba contemplar el momento en que la noche dejaba paso a la mañana. Unos instantes llenos de un color especial y una energía renovada cuando el momento más oscuro de la noche se dejaba rayar por el nuevo día. Después me gustaba aprovechar la mañana dentro de mi habitación, haciendo ejercicio o revisando algún que otro libro que sustraía cuidadosamente de la biblioteca que mi padre usaba como despacho personal.
            Aunque muchas noches no amanecía, simplemente se me hacía imposible conciliar el sueño y tras muchas vueltas entre las sabanas me resignaba a seguir intentándolo. Me levantaba y  en un sofá deliberadamente colocado enfrente de la ventana esperaba mi ansiado momento de renovación. Las marcas de cansancio eran más que evidentes ya en mi rostro. Las sombras oscuras eran plenamente perceptibles bajo mis oscuros ojos marrones; la pesadez y el entumecimiento de mis músculos, a primera hora, era fácil de remediar con una taza de humeante té y una carrera por los alrededores del la parcela.
        Muchas veces, después de esperar al sueño durante toda la noche mi ayudante de cámara, Alfred, me despertaba  a primera hora en un incomodo escorzo en el sofá de cara a la ventana; vestido únicamente con mi pantalón de pijama y una fina manta.
           En el fondo lo apreciaba, aunque solo fuera por todo lo que el pobre hombre tenía que soportar de mí. Admito que no soy fácil de complacer. Mis bromas, mis burlas por su comportamiento estirado o por mis extrañas manías a la hora de vestir como por ejemplo, el capricho de ropa interior no muy ajustada, una chaqueta de corte que no me limite mucho el movimiento, los colores oscuros o demás demandas que se me iban ocurriendo según pasaban los años. Exigencias absurdas que muchas veces el único objetivo era el de desquiciar a mi “esclavo” como a mí me gustaba llamarlo, a él y a todos los criados que trabajaban en la casa para esta familia.
            En mi cabeza no concebía la idea de un hombre necesitase de otro para despertar, peinarse, vestirse o servirse la comida. Lo que menos entendía era que lo hiciesen por la miseria de sueldo que se les ofrecía. Unas cuantas libras como recompensa por ser los perritos falderos de una clase social aristócrata venida a menos en los últimos siglos.
            Mi padre no pensaba ni parecido a mí. Si de él dependiera creo que incluso les azotaría con una fusta o los ataría por los pies boca abajo si algo hacían mal. Me lo había demostrado en incontables ocasiones en que de adolescente me negaba a que me tratasen como si fuese un inútil, o a que me siguieran por todas partes. Al rato de protestar el dolor recorría mi espina dorsal al recibir el castigo de mi progenitor. Él estaba inmerso en el pasado, en la “grandeza” de nuestra familia y en lo que a los títulos nobiliarios se refiere.
            Decía y alardeaba que una gran familia, noble y de renombre de hace siglos como la nuestra, debía mantener un mínimo de carácter e imagen respecto a los demás apellidos.
       Ahí estaba uno de los mayores cánceres de la sociedad de principios del siglo XX, la desmesurada preocupación por lo que las demás personas pensaban sobre uno mismo, los cuchicheos a no regirse por la fina y elegante línea que la sociedad marcaba a fuego en la piel de todos. La idea que tú tenías de lo que otros pensaban de ti, era mucho más que suficiente para hacer lo que seguramente nunca harías si nadie mirase.
       Y ahí radicaba mi mayor problema. Mi padre no se conformaba con su excelente comportamiento si no que trataba de imponer a mis hermanos y a mí dichos ejemplos, utilizando como argumento el castigo físico si cualquiera de nosotros llegaba a torcerse en un punto a seguir del manual del buen aristócrata.
            Es en este aspecto en donde entraban mis ansias de libertad, mis deseos de irme y ser otra persona con otro apellido, una persona ajena a esa vida. Donde entraban. Pues esos anhelos quedaron atrás cuando me resigne, y abandoné cualquier ilusión o deseo de cambio. Me convencí de que todo seguiría igual mientras estuviera mi padre de por medio manejando los hilos de todas nuestras vidas. En el fondo ardía en mí la esperanza de que cuando él muriera, tuviera la oportunidad de vivir mi vida, de seguir otro camino que el marcado. Tal vez una casa normal en la montaña, en un pueblo pequeño. Sobre todo un camino en el que pudiera valerme por mi mismo en las cosas más sencillas.
            Pero a la vez que esta esperanza ardía cada vez con más fuerza, crecía el temor de que en el momento en que nuestro querido padre nos dejase, yo acabase siendo como él. Era una idea que me asaltaba alguna vez. Me atormentaba la posibilidad de convertirme en un ser hipócrita y superficial con copiosas cenas en salones de lujo, con invitados distinguidos y ropa de gala.
            Ese temor era infundado, en gran parte, al ver a mi hermano mayor Gabriel. El mayor de los tres a sus veintiséis años de edad, había pasado de ser un joven en los que sus únicos intereses eras las muchachas del pueblo y sus “secretos” más íntimos a convertirse en la viva imagen de nuestro amo y señor. Hasta el punto de rechazarme por completo y ejercer de verdugo a la hora de castigarnos a mi hermana o a mí cuando mi padre estaba demasiado ocupado para ensuciarse las manos.
            No lo admitía pero me odiaba, lo veía en la forma en que me reprochaba, la manera que tenía de mirarme cuando nos cruzábamos por los pasillos, una mirada llena de desprecio. Hasta donde logro recordar nunca nos hemos tratado especialmente bien. Desde pequeños nuestras discusiones habían llegado a peleas en las que como un buen hermano mayor, me terminaba haciendo llorar y correr a buscar a la niñera. Pero desde hace unos cuantos años, ese odio mutuo era reprimido, solo salía relucir en determinados momentos como miradas furtivas o comentarios punzantes. Me consideraba poco más valioso que una rata.
            En cambio mi hermana pequeña, Sarah, llevaba la idea del libre pensar más allá de lo que yo jamás hubiese hecho. A pesar de ello y de chocar con la manera de ver el mundo, no se llevaban en absoluto mal. Compartían momentos íntimos y periodos de simpatía, en los que trataba de incluirme con desastrosas consecuencias.
            Normalmente y a espaldas de nuestros padres, acudía con un grupo de más mujeres a exaltar y reivindicar sus derechos como ciudadanas. A sus dieciocho años también era una gran entusiasta de la política, algo que yo detestaba y criticaba abiertamente. ¿Mí argumento favorito? El aburrimiento que me producía. Le encantaba rebatirme con programas electorales bien memorizados. Ella soñaba con poder ver como sus ideas de una sociedad mejor e igualitaria podían volverse reales. Amaba la forma en que la política extendía su influencia hasta cubrir cada ámbito de la vida normal y como todo ello radicaba en la decisión conjunta de un grupo de la población. Ansiaba poder ser partícipe de este mundo.
            Hacía mucho tiempo que yo dejé esas ideas atrás. Me convencí de que una sola opinión era una insignificancia a la hora de intentar cambiar el mundo. Ya no me preocupaba por las libertades ni los derechos de nadie, ni la justicia impartida con respecto al patrimonio, ni tan siquiera me planteaba la idea de que este mundo pudiese cambiar algún día. Después de todas las reprimendas y castigos que recibí, guarde todas esas ideas utópicas en lo más profundo de mí y deje que todo siguiera su camino. Descubrí la manera de poder sobrevivir en esta sociedad. Solo bastaba no tener moral, ni principios. Tan solo seguir las normas heredadas y hacer lo que se espera de ti.
            A mis veintitrés años, mis ideas y comportamiento frente a las demás personas, eran lo mas semejante posible a mi hermano y a mi padre.


            Esa mañana me encontraba recostado en el sofá como de costumbre. Miraba por la ventana mientras el sol iluminaba los jardines, bebía del agua de la fuente y se erguía poco a poco por encima de un pequeño templo de esbeltas columnas jónicas blancas, del que solo se conservaba poco más de la fachada de estilo griego. El viejo santuario se encontraba justo en el límite de los jardines con el bosque. La arboleda se extendía rodeando la finca, como si una muralla separase al castillo del resto del mundo.
            La luz entraba a raudales por el ventanal, correteaba por la alfombra y subía por las pequeñas patas del mueble. Los rayos acariciaban mi piel, jugueteaban en mi torso ahuyentando cualquier huella que el frío de la noche hubiera podido dejar en mí. Aunque frágil, veía mi reflejo en el vidrio. El cabello corto y oscuro despeinado que reflejaba la luz celeste. Los ojos brillaban vivamente, dolía pero a la vez era realmente agradable.
            Solo me cubría el cuerpo un largo pantalón de pijama, blanco y de franjas azules. En las últimas semanas había cogido la costumbre de repeler la camisa. La encontraba incomoda y calurosa. Además, me gustaba tenderme en el sofá y sentir el tacto de la tela recorriendo los músculos de la espalda en un agradable y suave abrazo. Disfrutaba del calor del sol paseando sobre mí, rozándome como una mano amiga, erizándome la piel y trasladándome lejos de allí…
            Me aparté hacia el atrás el pelo que me caía sobre la frente. Como era la moda en aquella época llevaba una pequeña perilla que me afanaba en recortar cada mañana. Lancé un suspiro al oír los torpes e inconfundibles pasos de Alfred avanzando por el pasillo hasta mi habitación. El día estaba por empezar. La puerta se abrió con lentitud dejando paso a un hombre de mediana edad, a pesar de yo no ser muy alto le sacaba media cabeza. Vestía el típico uniforme oscuro y pajarita perfectamente planchado y limpio. Una prominente barriga que había crecido con los años se adivinaba a través de su chaqueta.
        -Buenos días Lord Levi- odiaba esos tratos. -El desayuno está servido. Su padre os espera a usted y a Lord Gabriel.
           -¿Esperarme para qué?
        -¿Lo ha olvidado señor? Hoy nos reuniamos con el Conde Spencer para ir a cazar. Su padre lleva esperando este momento todo el mes.
          -Mi padre y su afán por condenar a criaturas inocentes. –cogí una camisa algo raída y prescindí de mis pantalones de pijama cambiándolos por unos de vestir que solía usar para hacer deporte. – ¿Qué pensarán cazar a sus años?
              -No lo sé señor. Su hermano se está preparando, bajará en breves momento al comedor.
             -Bueno, entonces creo que hoy puedo privarme del desayuno. Bajaré a correr por el bosque. Prepara un baño para cuando llegue. –Correr se había convertido en uno de mis pasatiempos favoritos. Me despejaba la mente y me daba algo de fuerzas después de no parar de dar vueltas durante la noche. Me distraía y era algo que realmente necesitaba, evitaba que mi mente se despellejase viva.
            -Pero señor, su padre…-empezó a decir en un inútil intento de hacerme cambiar de opinión, aunque sabia tan bien como yo que no daría resultado.
            -¿Qué? ¿Se enfadará? Ya voy con ellos todo el fin de semana a cazar, que me dé un poco de tiempo. No es mucho pedir.
            -De acuerdo señor, le informaré en cuanto halláis salido. –antes de que completara con otra frase salí de la habitación y bajé por la escalinata escabulléndome por las cocinas para que mi padre no me viera desde el comedor, ubicado en una estancia contigua a las escaleras principales. Antes de irme oí a Alfred lanzar un indignado suspiro al observar el estropicio de habitación que se encontraba ante él; la cama deshecha y las sabanas enrebujadas; los cojines apilados al lado de la ventana formando una especie de barricada; los zapatos y la ropa esparcidos por todo el cuarto. El pobre hombre estaría un rato ocupado.


            Al salir, la fría brisa me recibió despejándome. El viento me movía el pelo a medida que corría alejándome del imponente castillo de Moonrye. Alzaba sus torres al cielo desafiando a las nubes a batirse en duelo, desafiando al mismo destino que estaba por de cernirse sobre todos nosotros. Tejiéndose la tragedia, mi propio despertar, mi libertad. El destino jugó sus cartas mucho antes de que ninguno nos diéramos cuenta. No era consciente de que un solo movimiento en falso y todo se precipitaría. Un solo error y todo se desataría, el tiempo solo tenía que esperar el momento propicio y mi vida cambiaría hasta un punto que jamás imaginé, un punto de no retorno.
            Nada me imaginaba en aquel momento. Me alejaba cada vez mas del castillo entre las tres colinas, trotando por el camino de piedras y arena, esparciendo unas y otras a cada zancada, lanzando humeantes bocanadas de aire que al contacto con el frío otoñal, se dejaban ver como un alma ardiente escondida en un cuerpo ignorante.



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