lunes, 11 de enero de 2016

Fragmento de un libro inacabado


Una neblina transparente lo envolvía todo, también había una extraña sensación de torpeza, como en un sueño. Los potentes rayos de luz de plata se colaban por las vidrieras de las paredes y los arcos ornamentales que recorrían todo el pasillo, proyectando pálidos colores sobre la fría roca del suelo.

Las pesadas lámparas de hierro forjado y retorcido siglos atrás, pendían del alto techo emitiendo una cálida luz rojiza y parpadeante, debido al fuego que ardía en su interior. Parecía fundirse con el resplandor de la luna. Parecían abrazarse y bailar por todo el corredor al son de una musiquilla difícil de distinguir.

Los sonidos rebotaban por las paredes y le llegaban a los oídos inconexos e ininteligibles, que iban y venían se apagaban y volvían a encenderse, como una radio antigua que pierde y recupera continuamente la emisora.

A medida que pasaba el tiempo la visión se volvía nítida y real, pero sin perder ese extraño aire de fantasía y sueño.

Empezó a avanzar como guiado por una mano invisible. Con sus pies desnudos en contacto con la frialdad y dureza de la piedra, pero de algún modo lo sentía como si en verdad se encontrara a kilómetros de distancia, lo sentía de una forma un tanto artificial, como de quien fuerza un recuerdo.

Caminó hasta el final del enorme pasillo. Sus pantalones anchos de pijama, esos grises que tan grandes le quedaban, se movían a cada paso. Su camiseta blanca de tirantes, aunque holgada, dejaba notar la fuerte silueta de sus músculos. Los cristales de sus gafas brillaban con el resplandor de las lamparas, su pelo, suave y algo despeinado seguía mas o menos en su sitio.

Engastada en la pared crecía desde el suelo un gran arco apuntado que daba paso a un patio iluminado únicamente por la luna justo encima del mismo. Desde allí se veían las torres mas altas del castillo, ascendiendo detrás de los pasillos y corredores que rodeaban ese pequeño oasis. La hierba crecía entre los pequeños adoquines apenas perceptibles entre el césped. En el centro de la plazoleta se encontraba un viejo árbol retorcido y enrollado en si mismo. Como incrustado en él, se adivinaba una pequeña fuente de mármol blanco y pulido que daba forma a un ángel, donde a sus pies un chorro de agua cristalina caía formando un sonido que te envolvía en una extraña atmósfera hechizante. Sin duda una imagen hermosa.

Una brisa le recibió en cuanto sus pies salieron del suelo de piedra para adentrarse en la hierba, cuidadosamente cortada y agradablemente húmeda. No se asemejaba al césped de ninguno de los sitios que había conocido donde el verde era punzante y seco. Aquí era suave y cuidado.

Desde lo alto las estrellas y la luna brillaban en el tintineo interminable de un estampado maravillosamente infinito.

D.C.C

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