sábado, 30 de enero de 2016

Capitulo muy posterior al anterior. (solo por aumentar tensión)




             Nunca me había dejado llevar de esa manera. Jamás hubiera imaginado agujerearme la oreja. Era más que un acto de rebeldía, era el ansia de mostrarme diferente al resto de los jóvenes, era un acto de confidencialidad y ¿de amor? Posiblemente así fuera o tal vez ese sentimiento solo fuera eterna gratitud enmascarado con un poco de lujuria.
             El coche me dejó directamente en la puerta de la valla que delimitaba la finca Moonrye. Caminaba despacio degustando los últimos vestigios del sol. Un poco mareado por los nervios. Entré a hurtadillas, deseando llegar pronto a mi habitación. Al subir la escalera el sexto sentido de mi padre debió de encenderse.
            -Levi, ven aquí.- Su voz me llamó desde la puerta principal del vestíbulo del primer piso. Cuando entré en la biblioteca allí se encontraba con mi madre. – ¿Quieres explicarnos a tu madre y a mi donde has estado toda la…?- en cuanto me vio aparecer su voz se quedó muda.
            Los siguientes minutos los recuerdo confusos, como empañados. Mi padre se acercó a mí sin mediar palabra. El dorso de su mano golpeo bajo mi ojo. Su cara encendida de furia me miraba con ojos vacios, como si no me viera pero sin poder apartar la vista de mi. Lo siguiente que recuerdo es su brazo sujetándome, mi madre gritando mientras él y yo estábamos enredados en un amasijo de brazos. Mi única idea era alejarlo lo más posible de mí, protegerme. Pero la adrenalina juega malas pasadas. De un empujón lo lancé sin quererlo hacia atrás, cayendo de espaldas. Se levantó de un salto y se dirigió hacia a mi zarandeándome hasta que me logro tirar al suelo. En ese momento solo sentí mi cabeza golpear contra el borde tallado de la chimenea y el piso recibió mi cuerpo en un duro abrazo.
            La consciencia fugó de mí como tantas otras veces. Note un tirón en mi oreja y después otro a mi espalda y el ruido de ropas rasgarse. Me arrastraba por el suelo mientras las imágenes se sucedían, el pasillo, el vestíbulo, las escaleras, los lacayos y el mayordomo con el rostro estupefacto apartándose de nuestro camino según avanzábamos…oía hablar a la gente pero sin entender que decían. Intentaba erguirme, andar, gatear…lo que fuera mientras me arrastraban, pero apenas lograba dar tres pasos sin volver a caer de bruces.
            Lo siguiente que recuerdo es notar el sol recorriendo mi cuerpo con los últimos rayos de la tarde. De rodillas apoyaba la cabeza en el hombro, me dolía y me daba vueltas. Creía ver sangre por mi brazo. No lograba diferencia las imágenes lejanas. Las muñecas me ardían. La brisa se revolvió a mí alrededor y me vi abrazado a una de las columnas que sostienen el soportal que rodea al patio trasero de la casa, que conduce a los establos. Las manos entumecidas atadas a la piedra. El suelo recorrido por la paja. Y por encima de mi hombro logré ver esquivando el fulgor del sol, sombras reunidas a mí alrededor. En el centro, una sombra a un más oscura y borrosa que las demás se acercaba.
            A la distancia ideal y en el momento en el que parecía entender que sucedía, oí el sonido del viento siendo cortado, enmudeciendo los cuchicheos. Sin poder impedirlo me contraje. El frio recorrió mi espalda, al momento, ese frio dejo paso a un calor abrasante, en una línea de dolor intenso. Antes de poder pensar en ello un segundo latigazo cruzó mis omóplatos, haciéndome abrazar aun más fuerte la fría piedra, encogiéndome en un inútil intento de hacerme lo más pequeño posible y evitar el tercer golpe. Mientras el sonido del viento cortado se sucedía una y otra vez, me mordí el labio inferior con fuerza en un intento de no gritar. No pensaba darle a mi padre el placer de verme sufrir ante su castigo, arrepentido ante mi propia voluntad.
            El décimo me dejó sin aire, me vació los pulmones al instante. Noté el sabor metálico de la sangre en la boca. Cuando perdí la cuenta de los golpes que llevaba solo sentía calor en mi espalda, calor y dolor. Ya no oía nada mas, ya no sentía nada más. Ni la luz, ni los sonidos acudían a mí, posiblemente en un intento de protegerme de mi entorno. Sangre, dolor, miedo y sobretodo odio, eran las únicas cosas que me inundaban y me gritaban desde todas partes. Tras minutos así, retorcía las muñecas desesperadamente intentando soltarme y huir. Solo logré apretarlas más y causarme más dolor, ahogado seguidamente por otro latigazo.
            Media hora, una hora… El tiempo se burló volviéndose infinito. Nadie decía nada, solo observaban. Nadie acudía en mi ayuda. La desesperación poco a poco fue apoderándose de mí. Mi boca ajena a mi voluntad empezó a bramar a cada golpe. Mi mente se despellejaba viva al igual que mi espalda. Pensaba en diferentes castigos que proponer con tal de que aquello cesase. Me habría ido, cambiado de apellido; me habría cosido la boca; me hubiera encerrado en una habitación sin ventanas ni luz; incluso la idea de colgarme de alguna rama cercana atacó mi maltratada mente. Pensé incluso en gritar y suplicar el perdón, pero la voz no acudía a mí, solo gemía y sollozaba. Me odié por ello, por dejar que me dominara con aquella facilidad.
            Cuando el dolor lo inundó todo. Cuando no me sentía a mí mismo y todo era dolor y hasta el aliento me destrozaba, cuando me había resignado a mi sino, todo cesó de repente. El patio entero quedo silencioso, ni murmullos disimulados, ni el viento cortado, ni siquiera las hojas parecían querer captar el más mínimo ápice de atención. Oí los pasos arrastrados de mi padre alejándose sin decir nada. Después de un periodo prudencial el tiempo y la vida pereció volver a correr, todo eran voces y prisas. Uno de los criados encargado de los caballos, liberó mis manos emburnadas en su propia sangre. Poco a poco el color volvió a ellas. Ni siquiera recuerdo el nombre de aquel chico al que tantas veces había visto por los pasillos y trabajando en los establos. Fue el primero en correr en mi ayuda y ni siquiera recuerdo su rostro.

            El señor Adam y un camarero me cogieron por los hombros y me arrastraron lejos de allí. Oía la voz de la señorita Lysa gritando y dando órdenes a todo el mundo. Un montón de manchas grises y rostros que parpadeaban se movían vertiginosamente a mi alrededor. Incapaz de mantener la cabeza recta, mi cuello se dobló y pude ver el enorme charco de sangre junto a la columna. Podía ver como el suelo corría debajo de mí. Cuando la penumbra de las cocinas me cubrió, mi último pensamiento fue hacia Astier. Me sentía abandonado y traicionado, después mi mente se volvió negra. 

viernes, 29 de enero de 2016

Segundo capitulo. Posiblemente le último que suba a Internet.

Capitulo 2


            -¿Dónde está tu hermano?- gruñía mi padre
            -Milord, se está dando un baño- intentó tranquilizar Alfred.
            -Por la mañana lo vi salir temprano.-dijo mi hermano. Alfred le lanzó una mirada fulminante.
            -¿Dónde habrá ido ahora?

            Me encontraba colándome por las cocinas cuando justo me topé con ellos en la base de la escalera.
            -Al fin Levi. ¿Dónde estabas?
            -Salí un rato a despejar.
            -Déjate de bobadas. Habíamos hablado ya de esto. Venga vayámonos, el conde Spencer nos estará esperando ya. -Mi padre se volvía realmente impaciente con cualquier plan que incluyera ir a cazar.
            Los cuatro nos subimos a los coches que nos estaban esperando fuera. Con todas las cosas ya preparadas y el arsenal apunto para cualquier cosa que se pusiese a tiro. Yo iba en el mismo coche que mi hermano. Los dos pasamos las pocas horas que duraba el viaje a la finca del señor Spencer en silencio. A ratos miraba por la ventana y a ratos dormitaba cuando los baches no me sacaban de mi ligero sueño.
           
            Una vez en la mansión del conde nos mostraron nuestras habitaciones para aquella ocasión. Aproveché para darme un baño y ponerme ropa más adecuada. Después de una liviana comida que incluía tres planos y un postre, cargamos lo necesario para una jornada entera de caza en el bosque. Nunca entendí el encanto de esta tradición que se repetía si no cada mes, cada varias semanas. Varios hombres perdidos por la espesura seguidos por unos perros famélicos, a la espera de que alguna presa fuese el blanco de nuestra puntería. Por lo menos podía relajarme y disfrutar de un fin de semana entero sin estar rodeado por todos los criados y doncellas que servían en casa. Aunque Alfred hubiera venido con nosotros estaría más atento a las necesidades de mi padre que de las mías.
            Las horas pasaban rápidas y ya a media tarde mi padre, Spencer y como no Alfred, decidieron separarse de mi hermano y de mí con los perros detrás de las faldas del conde. La brisa era fría, y aunque no hiciera excesivo viento, con el sonido de las hojas de los arboles alborotados en las copas era difícil distinguir sonido alguno.
            Era más que evidente que el silencio entre mi hermano y yo iba a durar todo el día. No me importaba de no ser porque se empeñaba en romperlo para picarme cada dos pasos.
            -Levi, a ti siempre te gustó cazar ¿no?-me dijo sin siquiera mirarme. Al ver que no respondía continuó. –Espera, era al revés, tú odias cazar. ¿Cómo se siente el hacer lo que odias contra tu voluntad?
            -No está mal, si no fuera por la compañía.-Mi respuesta pareció quemarle por dentro.
            -Eres un inútil. Nunca eres capaz de conseguir ni una presa.
       -Será que tú eres demasiado bueno y no dejas ninguna para los demás. -Lo que más parecía molestarle era que ni me esforzaba en mirarlo cuando le respondía. La indiferencia a veces puede ser el mejor arma de un hombre.
        -Voy por aquí ahora. Me estas espantando todos los animales.- me dijo en un intento desesperado de deshacerse de mí.
          -Pásalo bien hermano, cuidado con los bichos. -No me podía creer mi suerte, me había librado de mi padre y de mi hermano. Era algo que no pasaba todos los días.

            El sonido de las hojas en el suelo al romperse era ensordecedor. En el último cuarto de hora se había levantado viento, pero para mi padre y su afán de matar criaturas inocentes no era ningún impedimento. Debíamos de continuar la caza porque nada avisaba que la jornada había acabado.
            El cielo estaba oscureciendo ya y aun no había logrado ninguna presa. Hacia alguna hora que mi hermano se había ido y seguía sin regresar. El tiempo en el bosque se me pasaba demasiado rápido. El silencio, las ramas meciéndose en las copas, la calma propia de la vida…ni siquiera era consciente de lo rápido que se me había pasado la tarde allí perdido.
            Mis reflexiones eran tan absurdas y variadas mientras pasaban los minutos. Unos ruidos rápidos sobre la hojarasca me pusieron en alerta. Cargué la escopeta y me preparé para recibir a mi primera y única pieza del día.
            Ergí mi cuerpo mientras un viento aun más fuerte se formaba a mí alrededor. Esta vez no iba a fallar el tiro. El sudor por la tensión llenó mi frente cuando entre los árboles vi la sombra del animal. Sin esperar, el disparo cortó el aire y se deposito en el cuerpo de la criatura tirándolo al suelo.
            El sonido que siguió me horrorizaría mucho tiempo después. Un alarido desgarrador de dolor, un alarido tan familiar como humano.
            Corrí hacia mi presa imaginándome lo peor. Cuando llegué mis sospechas se hicieron reales. Con aquella ridícula ropa, el cuerpo ensangrentado de mi ayudante de cámara se retorcía entre las plantas del suelo.
            -Dios mío Alfred -El horror  segó mi voz -Lo siento creí ver un animal. -Las lágrimas acudieron a mis ojos. Del estomago del hombre brotaba un manantial de sangre tan espesa como rojiza.
            Tirado con él en el suelo intentaba presionar la herida pero era inútil. La vida se escapaba de su cuerpo.
            -¡Ayuda! tranquilo te llevaremos a la casa, allí estarás bien… ¡socorro! ¡Necesitamos ayuda! –La desesperación  y la impotencia sentida era indescriptible. Apenas era consciente realmente de lo que estaba ocurriendo. La adrenalina estaba a flor de piel, al igual que el pánico.
            Continué presionando pero la sangre no dejaba de fluir a borbotones. Sus ojos clavados en mi pedían auxilio desesperadamente. Poco a poco se iban apagando y las convulsiones momentáneamente cesaban.
            No se cuanto tiempo pasó hasta que mi padre, mi hermano y el conde aparecieron entre la espesura. La escena era dantesca.
            El olor metálico del fluido vital lo envolvía todo, el suelo teñido casi por completo de un color escarlata, su cuerpo tendido y mis ojos irritados sin parar de balbucear y sollozar. Las escenas siguientes sucedieron deprisa. Las recuerdo como pequeños fotogramas desgastados pasados a gran velocidad. Entre los cuatro logramos salir del bosque y llevar el cuerpo al coche. Las horas de viaje en plena noche, las luces del castillo tan siniestras como acusadoras y el mayordomo, Adam, y el ama de llaves Lysa, saliendo a ver a qué se debía tanto escándalo. Recuerdo sus caras de horror al ver lo sucedido. Entonces el tiempo volvió a cobrar su sentido.
            -Ha sido un accidente. Se acercó a mí… no sabía que era él y… pensé que era un animal. –No paraba de repetir como buscando consuelo.
            -Lysa, encárgate de Levi. –oí decir a mi padre.
            -¡No! 
            -Vamos señor. –No podía ocultar el terror de su voz.
            -Ha sido un accidente –grite mientras el ama de llaves me llevaba al interior.
          Media casa debió de despertar esa noche con lo ocurrido. Unos pocos lo vieron con sus propios ojos, otros se enterarían al día siguiente y los demás jamás sabrían que pasó en realidad.
           Lysa me limpió la sangre del cuerpo como pudo, se encargó de mi ropa y me dejó en mi cuarto ignorando mis delirios y suplicas.
         Esa noche la pasé sollozando y temblando en una esquina de mi cuarto. Implorando perdón y repitiéndome que todo iría bien, que Alfred volvería a la mañana siguiente con su uniforme impoluto a romper mi tormento.

      Nunca más volví a ver el cuerpo de mi criado. De algún modo todo desapareció. Como desapareció la sangre del bosque, la escopeta de caza, el coche y la ropa empapados en sangre. Pero los remordimientos, las pesadillas y el dolor acababan de emerger en mi de por vida. El destino jugo su carta más preciada y todas las demás cayeron solas sobre el tablero.



domingo, 24 de enero de 2016

Primer capitulo de la novela (se agradecen comentarios)

Capítulo 1


            Como cada mañana el bullicio reinaba en las cocinas. Situadas en la parte este del castillo, en una planta casi subterránea. Eran iluminadas únicamente por la precaria luz que entraba por algún ventanal y las abundantes lámparas que plagaban la zona.
            La cocinera y sus ayudantes desde temprano cocinaban, freían, y limpiaban para tener todo dispuesto a la hora en que a la familia de la casa, aun en sus camas, se le ocurriera levantarse. Cada comida era un excéntrico festival de abundancia y manjares, de los cuales debía de sobrar más de la mitad de lo cocinado.
         Al contrario que el resto de mi familia yo adoraba despertar temprano. Me encantaba contemplar el momento en que la noche dejaba paso a la mañana. Unos instantes llenos de un color especial y una energía renovada cuando el momento más oscuro de la noche se dejaba rayar por el nuevo día. Después me gustaba aprovechar la mañana dentro de mi habitación, haciendo ejercicio o revisando algún que otro libro que sustraía cuidadosamente de la biblioteca que mi padre usaba como despacho personal.
            Aunque muchas noches no amanecía, simplemente se me hacía imposible conciliar el sueño y tras muchas vueltas entre las sabanas me resignaba a seguir intentándolo. Me levantaba y  en un sofá deliberadamente colocado enfrente de la ventana esperaba mi ansiado momento de renovación. Las marcas de cansancio eran más que evidentes ya en mi rostro. Las sombras oscuras eran plenamente perceptibles bajo mis oscuros ojos marrones; la pesadez y el entumecimiento de mis músculos, a primera hora, era fácil de remediar con una taza de humeante té y una carrera por los alrededores del la parcela.
        Muchas veces, después de esperar al sueño durante toda la noche mi ayudante de cámara, Alfred, me despertaba  a primera hora en un incomodo escorzo en el sofá de cara a la ventana; vestido únicamente con mi pantalón de pijama y una fina manta.
           En el fondo lo apreciaba, aunque solo fuera por todo lo que el pobre hombre tenía que soportar de mí. Admito que no soy fácil de complacer. Mis bromas, mis burlas por su comportamiento estirado o por mis extrañas manías a la hora de vestir como por ejemplo, el capricho de ropa interior no muy ajustada, una chaqueta de corte que no me limite mucho el movimiento, los colores oscuros o demás demandas que se me iban ocurriendo según pasaban los años. Exigencias absurdas que muchas veces el único objetivo era el de desquiciar a mi “esclavo” como a mí me gustaba llamarlo, a él y a todos los criados que trabajaban en la casa para esta familia.
            En mi cabeza no concebía la idea de un hombre necesitase de otro para despertar, peinarse, vestirse o servirse la comida. Lo que menos entendía era que lo hiciesen por la miseria de sueldo que se les ofrecía. Unas cuantas libras como recompensa por ser los perritos falderos de una clase social aristócrata venida a menos en los últimos siglos.
            Mi padre no pensaba ni parecido a mí. Si de él dependiera creo que incluso les azotaría con una fusta o los ataría por los pies boca abajo si algo hacían mal. Me lo había demostrado en incontables ocasiones en que de adolescente me negaba a que me tratasen como si fuese un inútil, o a que me siguieran por todas partes. Al rato de protestar el dolor recorría mi espina dorsal al recibir el castigo de mi progenitor. Él estaba inmerso en el pasado, en la “grandeza” de nuestra familia y en lo que a los títulos nobiliarios se refiere.
            Decía y alardeaba que una gran familia, noble y de renombre de hace siglos como la nuestra, debía mantener un mínimo de carácter e imagen respecto a los demás apellidos.
       Ahí estaba uno de los mayores cánceres de la sociedad de principios del siglo XX, la desmesurada preocupación por lo que las demás personas pensaban sobre uno mismo, los cuchicheos a no regirse por la fina y elegante línea que la sociedad marcaba a fuego en la piel de todos. La idea que tú tenías de lo que otros pensaban de ti, era mucho más que suficiente para hacer lo que seguramente nunca harías si nadie mirase.
       Y ahí radicaba mi mayor problema. Mi padre no se conformaba con su excelente comportamiento si no que trataba de imponer a mis hermanos y a mí dichos ejemplos, utilizando como argumento el castigo físico si cualquiera de nosotros llegaba a torcerse en un punto a seguir del manual del buen aristócrata.
            Es en este aspecto en donde entraban mis ansias de libertad, mis deseos de irme y ser otra persona con otro apellido, una persona ajena a esa vida. Donde entraban. Pues esos anhelos quedaron atrás cuando me resigne, y abandoné cualquier ilusión o deseo de cambio. Me convencí de que todo seguiría igual mientras estuviera mi padre de por medio manejando los hilos de todas nuestras vidas. En el fondo ardía en mí la esperanza de que cuando él muriera, tuviera la oportunidad de vivir mi vida, de seguir otro camino que el marcado. Tal vez una casa normal en la montaña, en un pueblo pequeño. Sobre todo un camino en el que pudiera valerme por mi mismo en las cosas más sencillas.
            Pero a la vez que esta esperanza ardía cada vez con más fuerza, crecía el temor de que en el momento en que nuestro querido padre nos dejase, yo acabase siendo como él. Era una idea que me asaltaba alguna vez. Me atormentaba la posibilidad de convertirme en un ser hipócrita y superficial con copiosas cenas en salones de lujo, con invitados distinguidos y ropa de gala.
            Ese temor era infundado, en gran parte, al ver a mi hermano mayor Gabriel. El mayor de los tres a sus veintiséis años de edad, había pasado de ser un joven en los que sus únicos intereses eras las muchachas del pueblo y sus “secretos” más íntimos a convertirse en la viva imagen de nuestro amo y señor. Hasta el punto de rechazarme por completo y ejercer de verdugo a la hora de castigarnos a mi hermana o a mí cuando mi padre estaba demasiado ocupado para ensuciarse las manos.
            No lo admitía pero me odiaba, lo veía en la forma en que me reprochaba, la manera que tenía de mirarme cuando nos cruzábamos por los pasillos, una mirada llena de desprecio. Hasta donde logro recordar nunca nos hemos tratado especialmente bien. Desde pequeños nuestras discusiones habían llegado a peleas en las que como un buen hermano mayor, me terminaba haciendo llorar y correr a buscar a la niñera. Pero desde hace unos cuantos años, ese odio mutuo era reprimido, solo salía relucir en determinados momentos como miradas furtivas o comentarios punzantes. Me consideraba poco más valioso que una rata.
            En cambio mi hermana pequeña, Sarah, llevaba la idea del libre pensar más allá de lo que yo jamás hubiese hecho. A pesar de ello y de chocar con la manera de ver el mundo, no se llevaban en absoluto mal. Compartían momentos íntimos y periodos de simpatía, en los que trataba de incluirme con desastrosas consecuencias.
            Normalmente y a espaldas de nuestros padres, acudía con un grupo de más mujeres a exaltar y reivindicar sus derechos como ciudadanas. A sus dieciocho años también era una gran entusiasta de la política, algo que yo detestaba y criticaba abiertamente. ¿Mí argumento favorito? El aburrimiento que me producía. Le encantaba rebatirme con programas electorales bien memorizados. Ella soñaba con poder ver como sus ideas de una sociedad mejor e igualitaria podían volverse reales. Amaba la forma en que la política extendía su influencia hasta cubrir cada ámbito de la vida normal y como todo ello radicaba en la decisión conjunta de un grupo de la población. Ansiaba poder ser partícipe de este mundo.
            Hacía mucho tiempo que yo dejé esas ideas atrás. Me convencí de que una sola opinión era una insignificancia a la hora de intentar cambiar el mundo. Ya no me preocupaba por las libertades ni los derechos de nadie, ni la justicia impartida con respecto al patrimonio, ni tan siquiera me planteaba la idea de que este mundo pudiese cambiar algún día. Después de todas las reprimendas y castigos que recibí, guarde todas esas ideas utópicas en lo más profundo de mí y deje que todo siguiera su camino. Descubrí la manera de poder sobrevivir en esta sociedad. Solo bastaba no tener moral, ni principios. Tan solo seguir las normas heredadas y hacer lo que se espera de ti.
            A mis veintitrés años, mis ideas y comportamiento frente a las demás personas, eran lo mas semejante posible a mi hermano y a mi padre.


            Esa mañana me encontraba recostado en el sofá como de costumbre. Miraba por la ventana mientras el sol iluminaba los jardines, bebía del agua de la fuente y se erguía poco a poco por encima de un pequeño templo de esbeltas columnas jónicas blancas, del que solo se conservaba poco más de la fachada de estilo griego. El viejo santuario se encontraba justo en el límite de los jardines con el bosque. La arboleda se extendía rodeando la finca, como si una muralla separase al castillo del resto del mundo.
            La luz entraba a raudales por el ventanal, correteaba por la alfombra y subía por las pequeñas patas del mueble. Los rayos acariciaban mi piel, jugueteaban en mi torso ahuyentando cualquier huella que el frío de la noche hubiera podido dejar en mí. Aunque frágil, veía mi reflejo en el vidrio. El cabello corto y oscuro despeinado que reflejaba la luz celeste. Los ojos brillaban vivamente, dolía pero a la vez era realmente agradable.
            Solo me cubría el cuerpo un largo pantalón de pijama, blanco y de franjas azules. En las últimas semanas había cogido la costumbre de repeler la camisa. La encontraba incomoda y calurosa. Además, me gustaba tenderme en el sofá y sentir el tacto de la tela recorriendo los músculos de la espalda en un agradable y suave abrazo. Disfrutaba del calor del sol paseando sobre mí, rozándome como una mano amiga, erizándome la piel y trasladándome lejos de allí…
            Me aparté hacia el atrás el pelo que me caía sobre la frente. Como era la moda en aquella época llevaba una pequeña perilla que me afanaba en recortar cada mañana. Lancé un suspiro al oír los torpes e inconfundibles pasos de Alfred avanzando por el pasillo hasta mi habitación. El día estaba por empezar. La puerta se abrió con lentitud dejando paso a un hombre de mediana edad, a pesar de yo no ser muy alto le sacaba media cabeza. Vestía el típico uniforme oscuro y pajarita perfectamente planchado y limpio. Una prominente barriga que había crecido con los años se adivinaba a través de su chaqueta.
        -Buenos días Lord Levi- odiaba esos tratos. -El desayuno está servido. Su padre os espera a usted y a Lord Gabriel.
           -¿Esperarme para qué?
        -¿Lo ha olvidado señor? Hoy nos reuniamos con el Conde Spencer para ir a cazar. Su padre lleva esperando este momento todo el mes.
          -Mi padre y su afán por condenar a criaturas inocentes. –cogí una camisa algo raída y prescindí de mis pantalones de pijama cambiándolos por unos de vestir que solía usar para hacer deporte. – ¿Qué pensarán cazar a sus años?
              -No lo sé señor. Su hermano se está preparando, bajará en breves momento al comedor.
             -Bueno, entonces creo que hoy puedo privarme del desayuno. Bajaré a correr por el bosque. Prepara un baño para cuando llegue. –Correr se había convertido en uno de mis pasatiempos favoritos. Me despejaba la mente y me daba algo de fuerzas después de no parar de dar vueltas durante la noche. Me distraía y era algo que realmente necesitaba, evitaba que mi mente se despellejase viva.
            -Pero señor, su padre…-empezó a decir en un inútil intento de hacerme cambiar de opinión, aunque sabia tan bien como yo que no daría resultado.
            -¿Qué? ¿Se enfadará? Ya voy con ellos todo el fin de semana a cazar, que me dé un poco de tiempo. No es mucho pedir.
            -De acuerdo señor, le informaré en cuanto halláis salido. –antes de que completara con otra frase salí de la habitación y bajé por la escalinata escabulléndome por las cocinas para que mi padre no me viera desde el comedor, ubicado en una estancia contigua a las escaleras principales. Antes de irme oí a Alfred lanzar un indignado suspiro al observar el estropicio de habitación que se encontraba ante él; la cama deshecha y las sabanas enrebujadas; los cojines apilados al lado de la ventana formando una especie de barricada; los zapatos y la ropa esparcidos por todo el cuarto. El pobre hombre estaría un rato ocupado.


            Al salir, la fría brisa me recibió despejándome. El viento me movía el pelo a medida que corría alejándome del imponente castillo de Moonrye. Alzaba sus torres al cielo desafiando a las nubes a batirse en duelo, desafiando al mismo destino que estaba por de cernirse sobre todos nosotros. Tejiéndose la tragedia, mi propio despertar, mi libertad. El destino jugó sus cartas mucho antes de que ninguno nos diéramos cuenta. No era consciente de que un solo movimiento en falso y todo se precipitaría. Un solo error y todo se desataría, el tiempo solo tenía que esperar el momento propicio y mi vida cambiaría hasta un punto que jamás imaginé, un punto de no retorno.
            Nada me imaginaba en aquel momento. Me alejaba cada vez mas del castillo entre las tres colinas, trotando por el camino de piedras y arena, esparciendo unas y otras a cada zancada, lanzando humeantes bocanadas de aire que al contacto con el frío otoñal, se dejaban ver como un alma ardiente escondida en un cuerpo ignorante.



lunes, 11 de enero de 2016

Prologo del libro en el que estoy trabajando. (Si tiene buena acogida publico el primer capitulo)


“Enamorados De Lo Que Nos Hace Daño,
Soñando Lo Que Nos Atormenta,
Reviviendo El Valor Pasado.

La Conclusión: Somos Unos Kamikazes
Que Buscan La Muerte, Al Encontrarla,
Unos Cobardes Que No Han Vivido”.
D.C.C.


Prólogo

            Recuerdo la noche oscura, no había luna. Los caminos de tierra que se dirigían al castillo solamente eran iluminados por las hogueras, que poco a poco se consumían en grandes pedestales de piedra tallada.
            Recuerdo la noche fresca. La humedad de la hierba ascendía hasta mi ventana, donde con la mirada perdida acababa uno de esos puros que mi padre, el señor de Moonrye, guardaba tan celosamente bajo siete llaves; uno de esos puros que mi madre rechazaba tan vorazmente pero que le encantaba fumar cuando se hallaba sola en su cuarto, o paseando por los jardines entre higueras y acebos, creyéndose aislada de sus hijos o los criados. Besaban el suelo que pisaba, era su trabajo, al menos eso pregonaba ella dando ejemplo de la hipocresía y el egocentrismo de la clase aristócrata de la época.
            Recuerdo precisamente el olor del humo entrando por el ventanal al interior de mi habitación, mezclándose con el aroma de la hierba cortada que tanto me gustaba. Adquirida esta costumbre, ya no me imaginaba mis noches sin estos momentos de paz y reflexión en los que el humo me envolvía. Esa noche, ni siquiera pensaba, la mente fugó de mí, dejándome en un extraño trance en el que solo era capaz de sentir lo que me rodeaba, en un trance en el que no era capaz ni de sentir la más mínima emoción, como si fuese un cascarón vacío. Por fin.
            En un momento mis dedos acariciaron el corte de mi mejilla, recorriéndolo, limpio, recto, hecho por un cuchillo normal y corriente, dirigido por quien es mejor no desobedecer. Mi mano bajó y acto seguido mis dedos acariciaron la piedra incrustada en el amuleto que descansaba sobre mi pecho, atado a mi cuello por un fino cordón oscuro, que pendía cerca de mi corazón. Un amuleto plateado que representaba el sol siendo cubierto por la gema, haciendo la función de luna llena, tapándolo, ensombreciéndolo, callándolo, guardándolo de la vista para dejar paso a la silueta de una luna menguante.
            El tacto contra la piel era frío, aun así mi rostro era sereno, apacible, incluso placentero cuando la maquinaria pareció volver a su habitual cometido y los recuerdos bombardearon mi mente. Recuerdos como la luz de sus ojos que brillaban en la noche, el sabor de sus labios sobre los míos y la pasión del beso, la fuerza de sus brazos que me aferraban a cada momento para evitar que de algún modo pudiera desvanecerme. Sobre todo recuerdo el calor de su cuerpo al abrazarme mientras me recorría cada centímetro de piel, haciéndome estremecer a cada segundo, en cada suspiro al notar su aliento en mi cuello. Me atormentaron también los anhelos de una vida lejos de allí, lejos de los títulos, de mi familia demente herida por el capricho del destino, apartado de los criados y las frívolas fiestas; soñando encontrar mi lugar, mi paraíso, encontrándome a mí…
            La brisa repentina me despejó ahuyentando los recuerdos durante un momento. Suficiente para que el odio, la pesadez y la impotencia frente a un mundo que te supera, ocupara mi mente de nuevo. Todo aquello que durante mi momento de paz me abandonaba volvió en un segundo. No podía seguir así, debía hacer algo para cambiar, para acabar con todas esas sensaciones y liberarme. Mi mirada vacía clavó su atención en el horizonte, sobre la sombra de los árboles que delimitaban la finca. Los pensamientos me abandonaron dejando mi cabeza en silencio una vez más.
           

            Las estrellas titilaban sobre los tejados del castillo. Un dragón dormido que descansaba con aspecto manso sobre una llanura verde entre dos pequeños montes.
            Recuerdo la noche oscura, no había luna. Sobre la explanada que rodeaba a la mansión Moonrye, se oyó el disparo de un revólver. Acababa de matar a la fuente de mi odio, la figura de mi opresor, la raíz de mi miedo, sufrimiento y mis problemas. Acababa de matar a mi padre.



Fragmento de un libro inacabado


Una neblina transparente lo envolvía todo, también había una extraña sensación de torpeza, como en un sueño. Los potentes rayos de luz de plata se colaban por las vidrieras de las paredes y los arcos ornamentales que recorrían todo el pasillo, proyectando pálidos colores sobre la fría roca del suelo.

Las pesadas lámparas de hierro forjado y retorcido siglos atrás, pendían del alto techo emitiendo una cálida luz rojiza y parpadeante, debido al fuego que ardía en su interior. Parecía fundirse con el resplandor de la luna. Parecían abrazarse y bailar por todo el corredor al son de una musiquilla difícil de distinguir.

Los sonidos rebotaban por las paredes y le llegaban a los oídos inconexos e ininteligibles, que iban y venían se apagaban y volvían a encenderse, como una radio antigua que pierde y recupera continuamente la emisora.

A medida que pasaba el tiempo la visión se volvía nítida y real, pero sin perder ese extraño aire de fantasía y sueño.

Empezó a avanzar como guiado por una mano invisible. Con sus pies desnudos en contacto con la frialdad y dureza de la piedra, pero de algún modo lo sentía como si en verdad se encontrara a kilómetros de distancia, lo sentía de una forma un tanto artificial, como de quien fuerza un recuerdo.

Caminó hasta el final del enorme pasillo. Sus pantalones anchos de pijama, esos grises que tan grandes le quedaban, se movían a cada paso. Su camiseta blanca de tirantes, aunque holgada, dejaba notar la fuerte silueta de sus músculos. Los cristales de sus gafas brillaban con el resplandor de las lamparas, su pelo, suave y algo despeinado seguía mas o menos en su sitio.

Engastada en la pared crecía desde el suelo un gran arco apuntado que daba paso a un patio iluminado únicamente por la luna justo encima del mismo. Desde allí se veían las torres mas altas del castillo, ascendiendo detrás de los pasillos y corredores que rodeaban ese pequeño oasis. La hierba crecía entre los pequeños adoquines apenas perceptibles entre el césped. En el centro de la plazoleta se encontraba un viejo árbol retorcido y enrollado en si mismo. Como incrustado en él, se adivinaba una pequeña fuente de mármol blanco y pulido que daba forma a un ángel, donde a sus pies un chorro de agua cristalina caía formando un sonido que te envolvía en una extraña atmósfera hechizante. Sin duda una imagen hermosa.

Una brisa le recibió en cuanto sus pies salieron del suelo de piedra para adentrarse en la hierba, cuidadosamente cortada y agradablemente húmeda. No se asemejaba al césped de ninguno de los sitios que había conocido donde el verde era punzante y seco. Aquí era suave y cuidado.

Desde lo alto las estrellas y la luna brillaban en el tintineo interminable de un estampado maravillosamente infinito.

D.C.C